Del libro como objeto bello (I)
De entre las múltiples razones que nos hacen comprar un libro (ya hablé un día de las portadas, por ejemplo), no es nada desdeñable el libro en sí mismo, su belleza inherente. Hay algo perfecto en un libro recién editado, ese paralelepípedo guillotinado, suave y satinado, ese poder discurrir las yemas de los dedos por sus páginas, ese olor (¡qué placer maravilloso produce el olor de un libro nuevo!) tan único.
Al principio, cada editorial tiene su olor característico (como también le ocurre a su papel), que no siempre acaba eliminando el ambientador de la librería en la que lo encontremos, para acabar impregnándose poco a poco de los olores
de nuestra casa (cuando era pequeño reconocía cada casa de mis vecinos con los ojos cerrados, por el olor).

Cuando todavía se encuentra uno en alguna librería de viejo los libros de Club Bruguera se los compraría todos, con ese corte tan clásico, tan resistente... Cierto que el papel era malo de solemnidad, pero ese diseño, el lomo cosido... Hoy en día sería impensable una colección con esa selección de títulos y con un precio similar (100 pesetas?)
En España cuesta encontrar libros bellos que sean asequibles (otro día hablo de los exquisitos de Pre-Textos), con su buena tinta, su papel resistente y que no amarillee, aunque de vez en cuando se ven cosas que a uno le sorprenden. A mí, por ejemplo, como libro bonito y no muy caro me ha gustad
o mucho éste que os pongo aquí al lado, Mi Nueva York, del irlandés (y a fe mía que presume de ello) Brendan Behan.


Salud y que os aproveche el viaje, que como decía Ramón Gómez

P.S. Hoy pongo al gran Dexter Gordon por poner un jazzmen elegante y con clase y presencia. Cualquiera de sus discos merece la pena.
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