Estoy en Valencia, en una de esas casas ajenas de las que hablé un día, en la que hago exactamente lo que quiero hacer: leer, pasear, salir, comer bien, beber, hablar.
Hoy he cumplido con uno de los ritos obligados al venir aquí (hay unos cuantos: la visita el domingo al IVAM, las bravas y los pilares en el bar El Pilar, en pleno barrio de El Carmen, los pastelitos de boniato...), a saber, ir al Mercado Central. Está quedando precioso, en una restauración que dura años, pero lo que más me gusta es lo que hay dentro: lechugas que todavía chorrean ese líquido blanquinoso, verduras fresquísimas y limpias, cecinas y salazones turgentes y brillantes, jamones exuberantes, embutidos, setas todavía olorosas, trozos de calabaza asada, pescados inverosímiles (y gambas mucho más gordas que un dedo corazón de la mano a 70 €!), puestos preciosos donde te venden el orégano o el curry a peso. Y ni un papel u hoja en el suelo, la honestidad del huertano que va allí a vender y tiene todo como una patena... Me encantan los mercados, y éste, desde luego, es uno de mis preferidos.
Hablando de esto, no sé si esperarme a que salga en bolsillo el último libro de Manuel Vicent, tan mediterráneo él y que cogía el tranvía que casi veo desde este cuarto para ir a la Malvarrosa. Me parece que estas navidades me lo regalaré.
Hoy de fondo suena el "The best of Luna", un cd estupendo sin ningún relleno. Y huelo la cena que mis amigos están preparando, pizza de rovellons, calabacín y queso azul. ¿A qué da envidia?
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