Le brouillard
Esta noche en Zaragoza hay niebla, lo que no es noticia en el mes de noviembre. "La niebla disuelve el perfil de los objetos", dijo alguien, tal vez Julio Ramón Ribeyro. Atravesar el río Ebro en una noche de niebla me parece una experiencia fascinante, ves cómo va subiendo desde el río, cómo se hace una presencia líquida, cómo difumina el paisaje, lo que unido a la luz fantasmagórica de alguna farola da un resultado similar al de la foto de Brassaï de aquí al lado.
De adolescente y post- amaba la niebla, ese velo que apenas dejaba atisbar unos pocos metros. Llegaba a casa, me quitaba la gabardina beige de mi padre que llevé durante años y, si no había nadie, ponía un disco en el equipo de música (por ejemplo el "Ocean rain" de Echo & the Bunnymen), apagaba las luces, y dejaba que sólo los indicadores de grabación de la pletina (LED) [esto suena casi a Pleistoceno] iluminaran la habitación. Para darle más atmósfera, dejaba que un cigarrillo soltara todo su humo sin yo tocarlo.
Ahora ya no me gusta tanto la niebla, la aborrecí el año que estuve trabajando en Cervera de Segarra, Lleida, veo que las fábricas de mi barrio huelen más, que el frío cala, pero hoy se podía ir con una chaqueta, había 12º en la calle, y el jazz suena estupendamente tumbado en el sofá.
Siempre recordaré un magnífico cuento surrealista de Boris Vian que da título a estas líneas, "La niebla". En él, de repente cae una niebla afrodisíaca sobre la ciudad que impide que las personas se reconozcan unas a otras, y todos sus pobladores se ven poseídos de una inconmensurable incontenencia desprejuiciada. Días más tarde, cuando la radio anuncia que la niebla se disipa, todos los ciudadanos deciden sacarse los ojos. Genial.
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